sábado, 1 de septiembre de 2012

Recuerdo que el cielo se quemaba a las 8 de la tarde. Y que eran las 8 de la tarde porque hubieron ocho golpes secos de campana mientras cornetas y tambores anunciaban la llegada del apocalipsis. Que el viento golpeaba de una manera tan salvaje que era imposible no caer en una comparación de esas tan manidas. Que las carreteras eran sinuosas y nos precipitábamos, contenidos, sobre ellas. Que escapamos de la debacle, el cataclismo y la calamidad y por un momento abrazamos la certeza tangible y literal de algo que la caída libre se empeñó en convertir en literario.